SIERRA DE GUADARRAMA, HISTORIA Y LEYENDA: LA CRUZ DEL MIERLO, POR FRANCISCO DELGADO

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Las leyendas de montaña se adornan casi siempre con un componente truculento e inquietante. Pocas son alegres o luminosas. Nuestra Sierra de Guadarrama guarda muchas historias, no todas con final feliz. Ya hemos contado alguna en este rincón con fantasmas y sombras entre los pinos.

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Pero poco podemos creernos a estas alturas de sucesos oscuros acaecidos siglos ha. Sin embargo, ésta que vamos a relatar podría haber sido cierta. Al menos es la primera que cuenta con una prueba indirecta de lo que pudo haber sucedido hace, quizás, cien años.

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LEYENDAS DEL GUADARRAMA: LA CRUZ DEL MIERLO.

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Era época de bandoleros. Bandidos que aguardaban en los caminos para asaltar a los viajeros y aligerarlos de sus cargas. La Pedriza, como otras sierras agrestes, era un magnífico lugar para esconderse de la justicia. Quizás en otro capítulo nos adentremos en la historia del más famoso de ellos, el Tuerto Pirón; mas hoy nos centraremos en otra banda de la que no sabemos el nombre de ninguno de sus miembros, pero sí el que usaban en conjunto: Los Peseteros.

Estos granujas raptaron a una joven de excelente familia de la capital (la robaron, en el lenguaje de la época). No sabemos los entresijos de la operación: si fue elegida con premeditación o resultó una jugada del azar. Por lo que las crónicas cuentan no pidieron rescate alguno por devolverla, sino que el jefe de los Peseteros la tomó como compañera. Esto nos hace pensar que el objetivo no era tanto el económico como otro más acuciante. La siguiente información que tenemos desconcierta un tanto, pues el desencadenante principal de la historia sucede cuando el jefe de los bandoleros se debe ausentar del escondrijo pedricero por unos asuntos relacionados con su profesión.

¿Era el líder de los Peseteros un bandolero a tiempo parcial? ¿Una especie de Clark Kent al revés que trabajaba honradamente de lunes a viernes para cambiar el terno negro y el cuello de celuloide por las patillas de hacha, la navaja de muelles y el trabuco? No lo sabemos.

De hecho, las noticias con las que contamos son difusas y pasadas por las plumas de diversos autores, más bien floridos y románticos que precisos y fiables. Repasemos la cadena: el escritor Ricardo Laforest la oyó a un pastor, de nombre Ambrosio Esteban. Pero Bernaldo de Quirós, de quien hemos hablado en entradas anteriores, y hemos hablado muy bien, aporta que la versión está  modificada por el juez de Cebreros, Manuel Bernabé. Demasiados eslabones, a mi parecer.

Contaremos lo que se dijo entonces y luego decidiremos.

El caudillo de los Peseteros se llevó a Manzanares al grueso de su cuadrilla y dejó a la joven robada a cargo de dos de sus secuaces para que cuidaran de ella en su ausencia.

¿Qué podría salir mal?

En medio de los riscos, solos con ella, una mujer de alcurnia tan alejada de su clase y sus posibilidades… las cosas sólo podían terminar de forma horrenda. Ambos querían lo que su jefe tenía. No alcanzaron un acuerdo y lucharon como los bandoleros han luchado toda la vida: hasta perderla. El uno mató al otro. El uno violó a la mujer. El jefe volvió. Qué previsibles son las leyendas.

El líder pesetero se enteró de lo que había acontecido en su ausencia. Con la autoridad ganada a navajazos durante años, dictó justicia:

–El muerto, bien muerto está.

Y el vivo tuvo que acarrear el fiambre hasta el risco del Camposanto (hoy decimos Cancho de los Muertos) y despeñarlo como era costumbre entre ellos. Pero no acababa ahí el sainete:

–La justicia del muerto ya está. Queda ahora decidir qué hacer con el que traiciona su palabra y la custodia que se le ha asignado, apropiándose de lo que no es suyo (sic). ¿Qué castigo merece?

No se lo preguntaba a amables filósofos ni a bondadosos hombres de ley, sino a un hatajo de malandrines sin alma capaces de descerrajarle un tiro de trabuco en los morros a un pobre boyero por quedarse con su manta pulgosa.

–¡Caña al mono! -sentenciaron los truhanes. O algo similar.

El bellaco superviviente fue sentenciado a morir despeñado y así lo hizo el jefezuelo, propinándole un soberano empujón que lo hizo resbalar por el borde del rosado granito. Cual telefilm de bajo presupuesto, el ganapán al caer se aferró a la pierna del deshonrado cabecilla arrastrándolo a una muerta segura al lado del primer ladrón, no sin antes rebotar repetida y dolorosamente entre los canchos y pedruscos.

No los lloraremos.

La banda, descabezada y afectada por todo este jaleo, terminó por dispersarse. Es sabido que los humanos, buenos y malos, son como los borreguitos que precisan de un pastor que los dirija. Huelga decir que a la muchacha, culpable involuntaria de todo el embrollo, la abandonaron entre las peñas a su suerte. Y si ahora, con nuestros GPS, geles energéticos y mochilas de hidratación, nos abandonan en mitad de la Pedriza y no volvemos vivos ni la mitad, imaginemos la desventura de la doncella (bueno, ya no tan doncella) perdida entre tanto granito y tanta canal.

Malas las tuvo que pasar la pobre hasta que un pastor cabrero la encontró más muerta que viva en algún recodo pedriceril. El buen hombre, éste sí, era conocido por El Mierlo. Y sacó a la mujer de allí, oyó sus cuitas, la llevó a lugar seguro y luego a la capital, donde pudo reunirse con su atribulada familia.

El contento de los suyos al ver viva a la que creían perdida para siempre es más que comprensible. El agradecimiento hacia el buen pastor no tanto, conociendo al español aristocrático medio. Pero en este caso querían recompensar al Mierlo por su acto y lo colmaron de atenciones y promesas: si él así lo quería, podía quedarse a vivir en Madrid, en la casona de la familia donde nada le habría de faltar hasta el fin de sus días.

Pero el Mierlo, acostumbrado a sus cabras y las soledades guadarrameñas, no acertó a ver su futuro en la bulliciosa capital, sin cantuesos ni canchales. Agradeció la oferta pero se regresó a sus peñas rubias y su chozo.

Aquí podría haber acabado la historia, con final feliz: los malos despeñados, la joven retornada y el pastor con sus cabritas; lento travelling hacia Peña Sirio, música épica y títulos de crédito. Pero no.

Al Mierlo nos lo mataron. Los antiguos Peseteros u otros de igual pelo. Quizás como venganza por haber salvado a la moza o por quitarle un cabrito. No lo sabemos. Tan sólo tenemos el comentario vago del pastor Ambrosio señalando un collado en la Cuerda del Hilo, entre Navacerrada y Becerril.

–Por ahí lo mataron. Y le pusieron una cruz de cuatro cantos.

El propio Bernaldo de Quirós afirmó, sin mucha convicción, haber visto en 1920 la cruz basta y horizontal que alguien colocó donde El Mierlo fue abatido. Y la leyenda se acabó porque no era más que eso, una de tantas leyendas serranas cortadas por el mismo patrón que han adornado el imaginario patrio.

Pero…

Hubo quien no se resistió al embrujo y siguió creyendo en la realidad de esta historia. Insistió y exploró. Y en el año 2001, repito, ¡2001!, Roberto Fernández Peña dio con la cruz del Mierlo en las inmediaciones del Collado de Valdehalcones. Es éste un lugar extraordinariamente recóndito y poco visitado, a 1 345 m, en la Cuerda de los Porrones o del Hilo, que ambos nombres conserva.

Siempre he mantenido que la Cuerda del Hilo es uno de los parajes más hermosos, solitarios y desconocidos de Guadarrama. Un lugar maravilloso para recorrer empapados de silencio. No me precio de conocer todos sus vericuetos, pero cuando he estado he disfrutado muchísimo. Y no, no he visto la cruz del Mierlo.

El lector interesado encontrará cómo ir (no es difícil). Pero tampoco queremos ponerlo tan fácil. Ha estado más de cien años olvidada y oculta. Quien quiera visitarla, encontrará la forma.

Creo que el Mierlo prefiere esa soledad, ese collado, ese silencio.

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Info redactada por Mayayo para Moxigeno.com