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LEYENDAS DE MONTAÑA: EXPEDICIÓN ALPINA A LA PEÑALARA, CON PEPE ZABALA. (1911)
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La Sierra de Guadarrama es hoy un macizo asediado desde dentro. La declaración como Parque Nacional, reforzada con hasta siete millones de euros cada año para los gestores del mismo, parece haber servido ante todo para multiplicar regulaciones y cartelería innecesaria. Incluso, aplicando ordenes a menudo discriminatorias respecto de la escasa minoría que representan los montañeros respecto a los tres millones y medio de visitantes que recibe el Parque al año.
Sin embargo, hubo un tiempo en que las alturas del Guadarrama eran holladas poco más que por las cabras montesas. Entonces, ascender al Peñalara era toda una expedición que organizar con mimo y tiempo. Vámonos pues de vuelta al tiempo de aquellos pioneros, con la carta que desde 1911 nos trae Francisco Delgado
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Mi querida hermana:
Confío que a la recepción de la presente te encuentres recuperada de esas fiebres de las que tuve noticia por medio de nuestro primo, al que veo de tanto en cuando. Me conminó a no mostrarme preocupado en exceso porque no se trataba del temido tifus que siempre acecha aquí en Madrid. Espero que nuestros padres sigan igualmente con salud.
Y te escribo a ti porque quiero que suavices en lo posible la noticia que voy a contarte. No temas, no es nada malo. Muy al contrario, he experimentado una gran aventura. La mayor que he vivido hasta el momento. Y he conocido a un personaje excepcional.
Sé que pensáis en la casa que me quemo los ojos entre gruesos tratados de botánica y volúmenes polvorientos de erudición insufrible. ¡Y no andáis descaminados! Pero el verdadero científico debe en ocasiones abandonar su gabinete y adentrarse en la Naturaleza a descubrir los infinitos seres que la pueblan. Y el catedrático del Museo, del que te he hablado en ocasiones y que sigue de cerca mis investigaciones botánicas, me propuso realizar una expedición naturalista a la Sierra del Guadarrama. Me puso en contacto en el Ateneo con su gran amigo don Constancio Bernaldo de Quirós, el cual dirige un grupo formidable de entusiastas del saber y la montaña.
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Durante días asistí embobado a sus reuniones (el grupo lo forman hasta doce amigos) y terminé por hacer amistad con uno de ellos, quizás menos erudito pero más aventurero y decidido: don José Fernández Zabala, aunque enseguida me animó a llamarlo como todos sus allegados: Pepe Zabala. Es, con toda seguridad, uno de los grandes alpinistas de nuestra patria. No hay pico o cordillera que no conozca como la palma de su mano. Ha realizado ya ascensiones de mérito y es autor de interesantísimos volúmenes de montañismo, de los que inmediatamente hice acopio y devoré en los días siguientes.
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Él ha sido quien me ha guiado en los infinitos pasos que hemos tenido que dar para planear tan importante expedición. Mover a diez profesores, no todos jóvenes y vitales, sus baúles de ropas y libros y los delicados instrumentos científicos que necesitamos para tantos días, ha sido una tarea hercúlea que no habría podido completar con éxito si no hubiera contado con la experiencia alpinista de Pepe Zabala.
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En pocas tardes me ayudó a confeccionar una lista exhaustiva de material de acampada y pernocta para los más audaces de nosotros; y de cuerdas y útiles de alpinismo que íbamos a precisar en la ascensión… Sí, hermana, ¡porque hemos ascendido a la Peñalara!
Pero vayamos por partes. Por mediación de Zabala hicimos un pedido a la tienda que Moisés Sancha abre en la calle de la Cruz. Allí compré para la expedición la ropa que necesitaríamos para esos días: capas impermeables, sweaters, medias y guantes escoceses, tapabocas y balaclavas, polainas y gruesas botas noruegas de montaña. También el conocedor Zabala me habló de otro comercio llamado Casa Marín, en la Plaza de Herradores, donde adquirir los artilugios que nos serían de gran utilidad durante los muchos días que comiéramos en plena montaña: fiambreras y cajas, botellas, platos, botes, vasos, estuches con cubierto, infiernillos de aluminio, todos ellos irrompibles y de poco peso.
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Seguidamente tuve que escribir a la guardesa del Monasterio del Paular, doña Justa Sanz, para que tuviera todo preparado para once huéspedes durante los días en los que la expedición tuviera lugar. Una vez confirmada la estancia, procedí a preparar el viaje de seis de mis compañeros al Monasterio. Tarea nada fácil por lo silvestre del lugar y la distancia a nuestra capital.
El grupo salió de Madrid por Cuatro Caminos, donde comienza el nuevo ferrocarril hacia
Colmenar Viejo; allí tomaron un refrigerio en la Posada de la Morena, mientras aguardaban a la diligencia que desde este pueblo los condujo hasta Miraflores.
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Allí, para evitar más sinsabores al catedrático y los más ancianos, se alojaron en el hotel Julia, desde donde me telegrafiaron contándome que todo iba según lo acordado, pues el servicio de caballerías contratado de antemano para traspasar el puerto de la Morcuera estaba dispuesto.
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A la mañana siguiente, sin saber si nuestro nutrido grupo de botánicos y zoólogos había llegado con bien al Monasterio, comenzaba para mí la verdadera aventura que quería relatarte. Porque los cuatro doctorandos más jóvenes, liderados por Pepe Zabala, tomamos el tren de las 2′ 30 hasta el pueblo de Cercedilla. Cerca de la estación hicimos acopio de algunos alimentos frescos que tomaríamos durante el largo día de caminata en una tiendecilla regentada por J. Sendino, que se mostró muy amable y buen amigo de nuestro ‘capitán’ Zabala. Desde el serrano pueblo todo fue ya caminar con los pesados macutos hacia las cumbres que nos aguardaban. Porque
… desde Cercedilla el trayecto es largo y penoso, pero es encantador y sobre todo, interesante, ya que nos enseña en una expedición gran parte de la serranía.
Por frescos senderos bajo los pinos ascendimos en hora y media hasta los chalets del Club Alpino, en el Ventorrillo. Como el grupo estaba dispuesto y el ánimo era elevado, Zabala propuso continuar y
… aventurarse á trasponer el Puerto de Navacerrada, y por la carretera recientemente construida, que parte á la derecha de la cumbre del puerto, recorrer los siete kilómetros que separan á este último del Puerto del Paular ó de los Cotos.
Tuvimos que forzar ya un poco la marcha y cansados, extenuados los menos deportistas, llegar con las primeras sombras de la noche al Puerto para establecer un campamento agreste y, por qué no decirlo, algo estremecedor, al cobijo de los pinos.
Sacamos los útiles de cocina y preparamos una cena sustanciosa y abundante con la que reponer las energías invertidas en tan extenuante caminata. Bebimos y comimos como camaradas, escuchando absortos las aventuras y experiencias de tan afamado alpinista y preguntándonos si al amanecer estaríamos a la altura de las circunstancias y podríamos escalar tan altivo pico. Porque
La ascensión á la Peñalara constituye la suprema aspiración de los noveles alpinistas, tanto por su mayor altura como por la distancia que la separa de los centros de excursión próximos á Madrid.
La noche, aún en primavera tardía, fue fría y ventosa. Nuestros capotes encerados nos resguardaron apenas del rocío y de las embestidas del airón que sopló hasta casi el amanecer. Por turnos nos encargamos de la hoguera y así pasamos una noche bajo las estrellas, muy cerca de ellas.
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Al romper el alba Zabala nos despertó sin miramientos para que levantáramos el vivac, porque aún quedaba desde los Cotos un largo trayecto vertical hasta la cima. Con frío, sueño y mucha inquietud tomamos un desayuno a base de huevos y tocino con algo del pan que nos sobró de la noche. Recogimos el campamento, nos calzamos las polainas para la nieve, guantes y sombreros por el mordiente frío y comenzamos la escalada alpina.
Reconozco que no sabría dibujar el camino ni los requiebros que llegamos a hacer en los torrentes, manchas de pino y diferentes bloques de granito. Con las primeras luces, sí que puedo decirlo, divisamos un mundo nuevo y maravilloso de roca y nieve, de horizontes infinitos y grandeza natural.
No hay nada comparable a una montaña al amanecer, hermana.
Mientras ascendía atado a Zabala por una cuerda entre la nieve tuve que detenerme unos instantes a contemplar el inmenso panorama: los bosques del valle, las cimas de la Cuerda Larga, la dorada llanura segoviana casi escondida a nuestra izquierda… Zabala se volvió a mirarme; sonrió y no dijo nada. Sentí que me comprendía. Él también estaba embargado por la montaña.
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Llegar a la cima no me supuso tanta emoción como ese instante que compartí con Zabala. Esperamos en silencio a que llegaran nuestros compañeros, fatigados, ateridos de frío y miedo. Nos dimos la mano y sonoras palmadas en los hombros felicitándonos por el ascenso. Unos botánicos de cuerpos enclenques y ojos miopes por el estudio habían conseguido celebrarse como alpinistas en la Sierra de Guadarrama.
Zabala nos habló de cada pueblo, cada pico y collado que se veían desde la cima. Estuvimos allí un largo rato. Pero aún nos quedaba un camino abrupto desde la laguna hasta el monasterio. Así que Zabala, siempre contando las horas en su reloj de bolsillo, nos conminó a descender.
Asomados a los cantiles sobre la Laguna Grande pensé que sería un hermoso lugar para un refugio de alpinistas. Un lugar donde pasar la noche en caso de emergencia. O simplemente aguardar al alba y ver el macizo con las primeras luces. Un refugio para alpinistas como Zabala. Quién sabe si algún día se construiría un edificio así.
Visitamos con ojos científicos la multitud de lagunas y charcas que fuimos encontrando. Uno tomaba un narciso, el otro recogía unos sapillos. Sabes que quiero doctorarme en el estudio de los líquenes. Y pude recoger muestras de muchos de ellos. Pero Zabala nos apremió a continuar pues pretendía conducirnos por un antiguo camino de paleros, medio perdido primero entre los pinos y luego entre la selva de robles. El día fue transcurriendo entre piornos y granitos para luego ir descendiendo a praderas, pinares y torrenteras que bajaban rebosantes del agua del deshielo.
El lugar era paradisíaco pero muy solitario. En algunos momentos sentí que Zabala dudaba. Creo que dimos alguna vuelta de más, algún remonte no planificado. Llegamos tras muchas horas a la Sillada de Garcisancho. Apenas habíamos comido durante el día. Íbamos mordisqueando trozos de cecina y mendrugos de pan. Mis compañeros científicos estaban agotados, pero una hierba, un insecto o una flor desconocida los mantenía al menos entretenidos.
Se ocultaba el sol y estábamos perdidos entre la espesura de unos robles que ocultaban cualquier rastro de camino. Noté la preocupación de Zabala y le comenté en un aparte:
-No nos quedará ya mucho trecho, ¿verdad? Llevamos mucho tiempo por encima del horario previsto y mis compañeros están asustados y con gran fatiga.
-Nos debe de quedar una hora como mucho al monasterio. Ya me sucedió una vez en este robledal. El camino se pierde y es difícil llegar a un sendero que se pueda seguir.
-Descansemos un rato. Comamos algo y bebamos. Pensaremos con más claridad.
-No queda comida -anunció uno de los jóvenes zoólogos. Algo de vino. Nada más.
Extraje de mi morral una lata de comprimidos de carne Ortega. Hasta Zabala se acercó curioso a ver el alimento. Éramos 5 y contenía 48 comprimidos.
España médica (Madrid. 1911). 10-4-1911 (Hemeroteca Nacional)
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Repartí 8 a cada uno y guardé el resto por si era necesario un poco más de energía en otro momento. Confiaba en que no lo necesitáramos. Comenzamos a mordisquear los comprimidos. Cada uno equivalía a 10 gramos de carne de vaca. 80 gramos sería una buena porción para cada uno. No sé si fue el comprimido alimenticio reparador o los tragos de vino, pero lo cierto es que en menos de veinte minutos Zabala divisó una luz amarillenta. El rostro le cambió. Aceleró el paso, se situó en un sendero y anunció:
-El Monasterio.
Aliviados y contentos, los cinco nos agolpamos en los portones del venerable edificio. No tuvimos que tocar a la puerta: nuestros amigos del Museo acompañados por doña Justa (que estaba aterrada porque no llegábamos) nos salieron a recibir entre abrazos y saludos de alegría.
No te aburriré con nuestras salidas científicas y naturalistas por el valle. La expedición a Guadarrama fue un éxito. Te diré que todos conseguimos material de sobra para doctorarnos con honores y escribir eruditos tratados. Quizás te interese más saber que he hablado de vosotros a doña Justa Sanz y que estará encantada de alojaros a ti y a padres durante el verano. Huelga decir la extremada limpieza, las comodidades y la amabilidad de quienes trabajan allí.
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Sólo me queda decirte que José Zabala, Pepe, me cuenta ya entre sus amigos y me presenta como, “un joven alpinista consagrado en la Peñalara”. No sabes el honor que esto representa para mí.
Saluda a padres de mi parte y que te recuperes pronto. Con cariño,
Tu hermano, alpinista.
Los nombres, comercios e imágenes son reales y han sido tomados del libro de José Fernández Zabala “Excursiones al Guadarrama. Libro II” (2003, edición facsímil. Dirección General de Promoción y Disciplina Ambiental. ISBN: 84-451-2510-9). El personaje del botánico es inventado pero los hechos son muy similares a los relatados por Zabala en su libro. Las citas en cursiva son literales del libro, aunque las he puesto en boca del botánico.
Resulta divertido comparar estas expediciones de al menos dos días para poder ir y volver a Peñalara con las actividades que hacemos habitualmente. No sé qué podrían pensar los primeros guadarramistas si vieran los tiempos de los participantes en las carreras de montaña actuales. O cualquier grupo de amigos que sube a Peñalara y vuelve a casa a comer. No es comparable.
Pero sin ellos, los pioneros de entonces, hoy no estaríamos aquí nosotros.
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Info redactada por Mayayo para Moxigeno.com
Un placer leer esta Carta a la hermana, Fran. Tremendos aquellos pioneros, que bárbaros. Y cierto, sin ellos ayer, donde estaríamos nosotros hoy: De Gregorio Perez a Schulz, pasando por Lucien Briet hasta los mismísimos Rabadá y Navarro. Cada uno en lo suyo, abrieron caminos en el monte que merecen ser recordados siempre.
Bonito relato, Fran. Creo que además de las citas al libro hay ciertos tintes autobiográficos en ese extravío en el camino de los Paleros hacia el Paular, ¿no? 😉
Brindo por aquellos pioneros y porque sus anhelos, su amor a la naturaleza y su espíritu nos iluminen el camino que recorremos.
Me acuerdo perfectamente de ese día, Zero 😂. Pero también leí que se perdió Zabala a menudo por esos bosques.
Nuestros pasos con ‘Vibram’ no son más que brindis a los pioneros.
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